"La familia es el lugar natural de los traumas, de la normativización social". Una entrevista con Mónica Ojeda
La literatura nos permite experimentar momentos reveladores. Hay libros que son un antes y un después. Mónica Ojeda significó eso para mí. Su narración rompió muchas cosas que creía ciertas y me confrontó de maneras que no imaginé posibles desde el papel. Su narrativa es descarnada, atrevida y transgresora. No se sale siendo la misma persona luego de leer a esta escritora ecuatoriana, una de las principales referentes de la literatura latinoamericana contemporánea, autora de libros como «Nefando», «Mandíbula» y «Las voladoras».
En esta
conversación hablamos del génesis, de la familia, del horror latinoamericano y
de la esperanza que surge con el arte para pensarnos de un modo diferente.
Modo fan |
¿De
dónde viene el interés por hacer del cuerpo uno de los ejes centrales de tu
narrativa?
Creo que, de alguna manera, todas las personas que nos dedicamos a cualquier tipo de ejercicio artístico, sea escritura, sea música, sea teatro o lo que quieras, tenemos que enfrentarnos, en algún momento, a la pregunta del cuerpo. Porque el arte es, básicamente, una experiencia sensorial y una experiencia de la emoción intelectual.
Entendiendo que las ideas son emotivas, mientras más emotivas, más insurgentes son. Es ahí donde uno tiene que preguntarse como creador o creadora: ¿de qué manera mi cuerpo procesa estas ideas? Cuando me senté a escribir por primera vez, tuve que levantar esa pregunta. El ejercicio de escritura es un intento constante por descubrir de qué modo respondo esa inquietud, aunque nunca está totalmente resuelta. En cada libro se responde de una forma diferente, puede ir cambiando con el tiempo y con las transformaciones que tiene la realidad.
Foto tomada de El país |
La pregunta
del cuerpo te devuelve a pensar de qué manera es que las palabras salen y cómo
enfrentas la escritura. En mi caso, tiene que ver con ser una mujer
ecuatoriana del sur, pero migrante en España. Esta migración ha generado una
determinada fractura y la palabra se transforma allí; hay un montón de cosas fracturadas
que son, en realidad, lugares con fuerza sobre los cuales escribir. Las
vulnerabilidades como fortalezas.
Hablabas
de una respuesta que va cambiando con el tiempo cuando te preguntas sobre la
corporalidad. ¿Qué logras descubrir del cuerpo, de la manera en que se
transforma e interactúa, a medida que tu obra ha avanzado?
Me interesa
cuando el cuerpo se adelanta al pensamiento consciente. Es decir, algo que me
fascina de la experiencia del cuerpo, una especie de epistemología corporal, es
pensar de qué manera este hace conocimiento que puede llegar a anteceder al de
la palabra; el de la palabra siempre es mucho más consciente, es una
formulación, es un nombrar, pero la palabra surge porque ya hay algo que la
antecede. Entonces, ese algo es una zona misteriosa y por eso escribir es un
ejercicio místico, no necesariamente desde lo divino sino también desde lo psicológico;
tiene que ver con el inconsciente, con la forma en que el cuerpo genera
conocimiento que no es tan evidente.
Ello se relaciona con el terror, y por eso es que mi literatura, de una u otra
manera, vuelca el cuerpo hacia experiencias que tienen que ver con el miedo; porque
el miedo aparece ante lo desconocido, y no únicamente hacia lo que desconocemos
del exterior, sino también ante lo interior; cosas que no sabes, pero que
intuyes. Eso habita en la forma en que el cuerpo se mueve, en que el cuerpo
sangra, en que el cuerpo se desliza en los espacios.
Creo que
por eso el interés cuando escribo está en el cuerpo y en las experiencias en
que somos vulnerables.
Leerte
sumerge en un territorio de reconocimiento e incomodidad sumamente poderoso. Una
experiencia que puede alterar la percepción que tiene el lector sobre sí y
sobre el mundo que habita.
A veces hay
algo de incontrolable en eso porque yo intento
sugerir cosas que hacen que en cada quien gatillen sensaciones diferentes, pero lo que despierta en una u otra persona se sale por completo de mi
manejo.
Me parece
interesante saber que hay gente que decide seguir leyéndome después de haberme
leído por primera vez, ¿sabes? (risas). Creo que son personas que tienen una
afinidad conmigo, personas con ganas de explorar sus miedos y
también sus deseos.
Y aquí volvemos al cuerpo, porque si algo es un cuerpo es un miedo deseante, ¿no? El cuerpo está asustado o está deseando constantemente y vive en esa función. Creo que, justamente, el arte está transitando en esos espacios.
Entonces, siento
que la gente que me lee es parecida a mí porque tienen esas inquietudes e intereses. A su vez, hay personas que pueden distanciarse de mi escritura porque percibir el miedo
de una manera tan física les produce aversión. En definitiva, me parece maravilloso cómo puedo
relacionarme de modo tan íntimo con quienes me leen sin siquiera conocerles.
Así como
habitamos un cuerpo, también habitamos un territorio con características únicas
y que determinan sobremanera lo que somos. Ahí llegamos al Gótico Andino, otro
de los ejes de tu obra.
La
geografía es un cuerpo muy emocional y que dicta cómo las personas sentimos y
pensamos. No es lo mismo vivir rodeados de montañas que vivir al lado del mar. Eso
determina quiénes somos y cómo nos enfrentamos a la vida.
Recuerdo
una novela de Federico Falco llamada «Los llanos» en la que hace una
reflexión bellísima sobre lo que es vivir en la llanura, sobre cómo cambia
nuestro consciente al ver todos los días el horizonte y no una montaña que lo
interrumpe. Cuando leí eso pensé en la geografía como algo carnal, como algo
del pensamiento y la imaginación.
Escribir «Las
voladoras» fue un ejercicio de sentarme a pensar lo que significó para
mí haber vivido durante toda la vida en un país como Ecuador. Si bien no soy de
la parte andina, Ecuador es un país muy chiquito y, a veces, desde Guayaquil puede
verse el Chimborazo, el volcán más alto del país. Cuando este erupciona, caen
las cenizas hasta Guayaquil. Recuerdo que, en ocasiones, yo llegaba al colegio con
el uniforme lleno de esas cenizas. Entonces, puede que no viera el volcán, pero
lo sentía.
Pese a la
distancia, hay algo de la geografía que te invoca y ahí pensé en cómo esa
geografía es capaz de generar su propio relato del miedo y de la violencia
corporal que nos atraviesa a todos en Latinoamérica, especialmente a las mujeres.
Me interesó pensar de qué manera nacen los relatos del miedo en esa geografía, porque
hay imaginarios muy específicos para quienes habitan las montañas frente a
quienes lo hacen en una zona costera. Me basé mucho en eso para traer historias
contemporáneas inspiradas en un marco de tradición oral antiguo. Historias que,
lamentablemente, siguen pasando hoy en día en Ecuador y en nuestros países
Una de
las formas en que se relacionan el cuerpo y el territorio es a través de la
familia, un concepto y una entidad que ha estado atravesado por el patriarcado
y el modo en que este ha definido la historia que ha tenido que transitar la
mujer a través del tiempo. ¿Es posible romper ese ciclo y reconstruir ese
imaginario?
Soy una
persona con un pensamiento muy esperanzador. Yo sí creo que se
pueden cambiar las cosas y eso me ayuda a vivir.
Siento que la
literatura siempre ha estado en un lugar muy privilegiado, no para cambiar el
mundo, sino para generar espacios de pensamiento sensible, que es el primer
paso para la insurgencia. Antes de la verdadera insurgencia, que es la que ocurre
en las calles y en la micropolítica, está el estadio de la sensibilización. Uno solo cambia de pensamiento o de forma de entender el mundo a través
de la sensibilidad, porque ahí tu empatía se ensancha. Y eso se logra con el
arte. Siempre pienso que el arte está a la vanguardia de todos los cambios
políticos, y si bien la literatura no tiene ninguna obligación moral de cambiar
el mundo, lo hace por naturaleza porque transforma poquito a poco la
sensibilidad de la gente. Pensemos en cómo se leía «Lolita» de Nabokov y
en cómo, aunque tuvieron que pasar muchos años, se lee ahora desde un lugar
completamente distinto.
También
podemos ver novelas del siglo XIX como «Anna Karenina» o «Madame Bobary»
que pusieron la idea de la familia en crisis antes de que realmente se
generaran cambios. Y en Latinoamérica se están transformando cosas, a paso muy lento,
pero lo hacen.
Alguien
dijo que la familia es el monstruo debajo de la cama y eso es verdad porque la
familia es el lugar natural de los traumas, de la normativización social; como
núcleo de la sociedad, al Estado le interesa que la familia sea heterosexual, que
sea machista, que tenga unas determinadas características que son dañinas. Ahí
se crea un mandato biológico de que debemos respetar a alguien por una especie
de deuda de sangre. Pero ¿por qué tengo que respetar y estar atado a alguien
que me violentó o me maltrató? Por eso me gusta tanto «Poeta chileno» de
Alejandro Zambra, por el cuestionamiento que hace a la paternidad biológica,
que podemos extender también a la maternidad biológica.
Volviendo
a lo anterior, siento que antes que quedarnos en un territorio que nos lastime, es mejor crear una nueva familia que pase a otro tipo de afectos que no tienen
nada que ver con la sangre. Es clave pensar en las familias desde otro lugar.
Y regreso a
la literatura porque es un espacio muy amigable para repensarnos, porque la
gente lee una historia sin sentir que la está aleccionando o que le está diciendo
algo sobre su familia, sino simplemente lee la historia de alguien más. Pero
allí se reconoce y luego empieza a preguntarse por su propia vida desde un
lugar no agresivo porque nadie le está juzgando ni pidiendo que reflexione,
sino que cada quien lo hace por su propia cuenta.
Nosotros
pensamos nuestra propia historia y la contamos con nuestros grandes momentos y
nuestras grandes derrotas. Nos pensamos a través de contarnos las cosas con una
determinada estructura; contamos la vida de una forma que no tiene porque la
vida es caótica, no tiene orden sino simplemente sucede, pero buscamos darle un
sentido a lo que nos pasa a través de los relatos y eso me parece muy tierno. Esa
búsqueda de sentido me parece algo espiritual, algo que va más allá de
cualquier creencia o religión y en la que los libros resultan un medio
primordial. Leer, a mi modo de ver, te hace alguien espiritual.
Foto tomada del Instagram de la autora |
La
familia y el territorio son terrores primarios a los que acudes dentro de tus
escritos. Me gustaría que habláramos de los terrores primarios de Mónica Ojeda
y de los detonantes de ese interés por narrar el miedo.
A mí me da
mucho miedo el origen, por eso voy a lo primordial. Me da miedo el origen como
metáfora, pero también como realidad biográfica. Por ejemplo, yo soy de Ecuador
y me tuve que ir aterrorizada de allí por la violencia y por un montón de cosas
personales. Sin embargo, Ecuador está presente constantemente en toda mi
literatura y, aunque me haya ido físicamente, mi mente sigue ahí porque el
origen siempre llama, porque el origen es el útero y el útero te expulsa violentamente.
Todos nacemos con violencia, somos arrojados a un mundo que, aunque bello, es
un lugar terriblemente hostil.
Me produce
miedo que el origen sea el primer lugar que te rechaza y al que tú quieres
rechazar para igualar los términos. Por eso siempre vuelvo a la familia
y al territorio, porque son heridas que nos atraviesan.
Y creo que
esa inquietud se ha mantenido a través del tiempo en la humanidad. Los años
pasan, pero los relatos siguen teniendo la misma génesis; seguimos hablando de
las mismas cosas, pero con otros elementos. Seguimos siendo ese homo sapiens
que pinta bisontes en las cavernas.
Hay un contraste
magnífico en todo lo que hemos hablado y es el encuentro entre el horror y la
esperanza.
A través de
la escritura, pienso en aquellas cosas que me dan miedo y ponerlas en el papel
es una forma de superarlas.
Hay personas que se sientan a escribir para tratar de calmarse, como un ejercicio de arrullarse a ellas mismas. Eso me parece tierno. Me parece tierno cuando alguien pinta un cuadro, cuando alguien compone una canción, cuando voy a una fiesta y veo a la gente bailar y sonreír. Aunque el mundo está lleno de horror, también está lleno de belleza.
Como consecuencia
al miedo nos volvemos sensibles y vulnerables, y eso nos permite
acercarnos a las cosas hermosas. Cuando estás triste es cuando más sientes un
abrazo. Cuando estás triste es cuando más te tocan ciertas películas que no te
hubieran generado nada en otro estado emocional. Entonces, el dolor y el miedo
te dan una sensibilidad especial. Esa parte me parece bonita. Me parece algo
muy bello.
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