Reseña: Las estrellas son negras - Arnoldo Palacios
El manuscrito inicial de Las estrellas son negras se quemó el 9 de abril de 1948 durante el Bogotazo. Arnoldo Palacios lo tenía al lado de su máquina de escribir en un edificio de la Avenida Jiménez. Tras lo ocurrido, se puso a la tarea de reconstruirlo y tres semanas después el libro estaba listo. Él mismo confesó que no sabía si lo que terminó siendo la novela publicada era mejor que la historia como la había planteado inicialmente, pero que sí era el resultado de mayor calidad que pudo lograr.
Esta obra, una de las más importantes cuando se habla de literatura colombiana, cuenta la historia de Irra, un joven negro que vive en la Quibdó de los 40, un territorio abandonado por el estado y la sociedad. Todo comienza una tarde de calor sofocante frente al río Atrato en la que el protagonista espera poder pescar algo mientras ve cómo algunas bañistas blancas pasan el tiempo en las lanchas que el intendente del lugar presta exclusivamente a las personas blancas como él.
Uno de los elementos centrales dentro del texto es la exposición
que se hace de la segregación y la discriminación racial en su máxima expresión,
misma que se evidencia de manera clara en la escena inicial del libro, parafraseada
en el párrafo anterior. Irra sabe que, por su color de piel, hay cosas que están
dadas y no puede hacer nada para cambiarlas. La mayoría a su alrededor ha
aprendido a sobrevivir de esa manera, aceptando circunstancias que denigran su
dignidad y que los sitúan en un escenario de angustia y escasez del que es casi
imposible salir.
Palacios nos entregó con esta novela un análisis exhaustivo de la violencia en sus múltiples formas y los efectos que esta tiene en un individuo y, por ende, en su entorno y en quienes lo rodean. La realidad de Irra es permanentemente atravesada por la miseria y el abandono. La esperanza es algo desconocido y ni siquiera el dios al que a veces le reza parece escucharlo. El resentimiento y el saberse abatido lo llevan a hacer cosas que, como lectores, pueden movernos entre la comprensión y el reproche. No hay oportunidades para salir adelante, hay una normalización insana de la mendicidad y, mientras en una casa todo es fiesta, fuera de ella puede haber alguien siendo asesinado o muriendo por inanición.
Y es especialmente con esto último donde la novela se convierte
en una experiencia (aún más) dolorosa, incómoda y sensitiva, pues la narración
detallada y sin censura que emplea el autor para mostrarnos cómo el hambre destruye
lentamente a Irra es algo que drena y vacía por completo. Se sienten de manera
vívida su desesperación, su debilidad, su ansia de alimento, los estragos en la
relación con su familia y la resignación por saber que para él ya es común algo
que no debería serlo para nadie.
Foto tomada de la cuenta de Twitter de Gustavo Orjuela |
En relación con lo anterior y sumando otras situaciones, el libro se erige también como una denuncia contundente hacia el abandono al que el estado ha mantenido sometidas a través del tiempo a distintas zonas del país, a diversas poblaciones que no tienen las garantías que deberían ser mínimas como el acceso a la educación, a un sistema de salud con los estándares mínimos de calidad y a un trabajo digno. “El gobierno es malo”, retumba en la mente de Irra.
Asimismo, Palacios construyó un bellísimo manifiesto sobre
el lenguaje y la palabra, sobre lo imprescindible que es escuchar y romper la
cadena de silencio que termina convertida en cómplice de un sistema que excluye
de manera estructural y se niega a escuchar a quienes más necesitan ser
escuchados. Nos lleva de este modo a Quibdó, a su dialecto, sus
conversaciones, su gente, sus creencias, y a los atardeceres que él mismo veía cuando
a sus dos años padeció poliomielitis y se vio obligado a estar sentado mucho
tiempo, dándole la posibilidad de prestar atención, observar, reconocer y entender
su entorno de una forma más atenta, lo que devino en algo definitivo para lo
que fueron su escritura y esta novela. El escritor nos acerca al vocabulario y a
la singularidad de una región que necesita ser relatada e incluida en la
narrativa de este país. Como dato, al cierre del texto hay un glosario de términos
que resulta muy valioso para conocer los significados de diferentes términos
que se presentan a lo largo del libro.
La mirada del autor también se concentra en uno de los personajes trascendentales de esta obra. El río Atrato es un vecino más de los habitantes de la zona, dador de vida y motor del desarrollo económico que igualmente es víctima de la explotación desmedida y del olvido selectivo. Él lo presencia todo, es testigo de los anhelos, de las lluvias torrenciales, de la carencia, de los cuerpos que llegan y los que se van.
A Arnoldo Palacios le basta un día y medio de la vida de
Irra para abordar lo que ya he mencionado y además dejar sobre la mesa cómo la
violencia es todavía más cruda para las mujeres, usando con una maestría absoluta
las figuras de Nive, la madre y las hermanas para ello.
Arnoldo Palacios: el hombre universal |
La literatura es un instrumento de memoria y documentación invaluable que el autor usó para contar la realidad de su tiempo y representar a los olvidados, pero cuya narración sobre las distintas formas de violencia que recaen sobre las comunidades afrocolombianas del país sigue vigente hoy en día. Uno termina de leer esta historia y se siente drenado. Duele la vida al saber que la existencia de Irra es el reflejo de una situación sistemática y que parece no tener fin. Esta es una obra llena de hambre, desolación y dolor, un dolor que cala profundo y nos muestra lo privilegiados que somos y lo mucho que mata la indiferencia. Y de fondo hay una selva, un río, millones de víctimas invisibles y una belleza que resiste. Como cita el mismo libro: "¡Y pensar que la tragedia ha sobrevivido siglos! ¡Presentir que el destino de las generaciones venideras era el mismo destino!".
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