Reseña: Hoy es siempre todavía - Alejandro Gaviria



Un importante proyecto de norma había sido publicado por la administración de impuestos y era mi tarea desmenuzarlo y hacerlo ver de manera sencilla para los usuarios de la página web que administraba en ese momento. Me senté frente al computador para tratar de redactar algo y vi un documento en blanco frente a mí, un documento que no representaba en absoluto lo que era mi mente en ese momento. Por la cabeza me pasaban millones de cosas que simplemente no podía detener y, cuando me di cuenta, estaba uniendo palabras sin sentido para luego borrarlas y volver a escribirlas y borrarlas sin razón de ser.

Siendo las 16:45 de ese día tomé mi maleta y salí de la oficina sin despedirme de nadie, sin tan siquiera mirar a quienes se atravesaban por mi camino. Como un autómata me dirigí a esperar el bus que me llevaba a casa, pero preferí sacar mi mano y gastar los $10.000 que tenía en el bolsillo en pagar el taxi en el que me subí. Me detuve a observar a todas las personas que estaban detrás del vidrio del vehículo, esas que esperaban el transporte público, que sonreían junto a sus compañeros de trabajo, que iban de la mano de la persona que amaban, que vendían dulces o flores en el semáforo. Pensé entonces en todo lo que estarían viviendo, en la infinidad de problemas que recorrían su mente en ese preciso momento. Quería imaginar que no era el único al que la vida se le había venido abajo en solo un instante.

Pagué al conductor, me bajé del carro, cerré los ojos, respiré profundo y caminé hacia la casa. Al abrir la puerta me topé con llanto, caras largas y una atmósfera de amargura de la cual no me podía dejar contagiar.

Esa mañana recibí una llamada de mi mamá en la que me contaba que el dolor de estómago de mi papá era un cáncer de colón que requería tratamiento urgente. Recibir una noticia de este tipo no es para nada fácil, pero debía ser fuerte por mi padre y por el resto de mi familia, porque en momentos como ese, en donde todo parece derrumbarse, es en los que mantenerse impetuoso resulta determinante.


Alejandro Gaviria, el actual Ministro de Salud y Protección Social de Colombia, fue diagnosticado en junio del 2017 con un linfoma no Hodgkin difuso, uno de los más de 100 tipos de cáncer descubiertos hasta el momento. Estoy seguro de que el aturdimiento y el desconcierto que se hicieron dueños de Alejandro fueron los mismos que se apoderaron de mi padre, y los mismos que se adueñan de aquellos que son diagnosticados alrededor del mundo con una enfermedad de esta índole.

Las vivencias que narra el ministro en las casi 200 páginas de su libro “Hoy es siempre todavía”, editado por Planeta, están llenas de valentía, certidumbre y, ante todo, la lucidez que debe brindar el convivir de la mano con el peso que representa una realidad como la que tuvo que enfrentar.

Tal como lo define el mismo Alejandro Gaviria, este libro es un testimonio del amor, la gratitud y el asombro de estar vivo, esos mismos sentimientos que se ven sofocados cuando el temor de terminar el camino se convierte en una certeza, pero es esa misma aprensión la que hace que la percepción de la vida cambie por completo, y que todo lo que se presenta como algo trivial adquiera una connotación de significancia completamente válida y valiosa.

Los cachetes del ministro son todo lo que está bien en esta vida, y mi despeine todo lo que está mal.

Revisar la experiencia del ministro y las resoluciones obtenidas a partir de ella fue un proceso que me llevó a recordar y reflexionar sobre lo que viví con mi papá durante su diagnóstico, tratamiento y recuperación. Esa conciencia de la mortalidad y de la importancia de la cotidianidad llegaron también a mí pues el cáncer, como cualquier enfermedad de alto riesgo, termina convirtiéndose en un proceso no solo para el paciente, sino también para sus seres más cercanos. El olor del césped recién cortado, la sonrisa de mis sobrinos, las noches de los viernes leyendo en mi cuarto, las manos entrelazadas con mi novio mientras veíamos nuestra película de los martes, los almuerzos de los sábados con mi mamá, los comentarios sobre el reality de turno con mi hermana, tomar un café con amigos, los paseos por mis librerías favoritas y muchas cosas más empezaron a cobrar un valor tremendo, y del cual hasta ese momento fui consciente.

Entre las múltiples consideraciones que me dejó este libro hay una que sin duda alguna viví y me llevaré por siempre, y es lo perdidos que nos encontramos en tratar de sobrevivir, hecho que nubla por completo el verdadero propósito de la vida, que no es otro sino vivirla al máximo. Me recuerdo sentado hablando con mis padres y mi hermana, y concluyendo que la enfermedad de mi papá era lo mejor que nos había pasado como familia, pues al fin pudimos pasar tiempo de calidad juntos. Qué irónico es todo.

Pero este texto va más allá de la experiencia de Alejandro Gaviria con el cáncer, y se adentra en las impresiones del ministro frente al sistema de salud (especial atención a la exposición que realiza sobre los precios de los medicamentos en el país), el papel de la prensa, nuestras creencias, la doble moral que permea nuestra sociedad y la propia realidad de Colombia, entre otros temas. Leer a un estadista y humanista del talante de este personaje, y reconocer la sensatez e inteligencia de sus palabras, es una de esas cosas que vale la pena hacer, porque enriquece como no se imaginan (es muy bonito darse cuenta de todo lo que es capaz de hacer la lectura en un ser humano).


Además de lo ya mencionado, el autor nos regala referencias bibliográficas y frases de su puño y letra que seguramente están consignadas en alguna de sus libretas, y que son en sí mismas lemas de vida y máximas a las que deberíamos prestar atención.

“Hoy es siempre todavía” es un bellísimo ensayo sobre la vida, la muerte y el puente que nos lleva de la una a la otra. Una suma de reflexiones y disertaciones sobre el ser humano, y en particular sobre una sociedad poco analítica y en constante convulsión. Un recordatorio invaluable sobre lo indispensable que es jamás dejar de sorprendernos y disfrutar el camino sin detenerse a pensar en el destino.

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