Me haces feliz - An Swerts y Jenny Bakker

Ayer me encontré con “Me haces feliz” de An Swerts y Jenny Bakker, un precioso libro infantil que me hizo recordar algo muy importante que aprendí hace algunos años…


La llegada de alguien nuevo siempre constituirá un gran acontecimiento, pero cuando eso pasa en plena vida escolar, las dimensiones de dicho suceso pueden llegar a ser épicas.

Era el primer día en séptimo (segundo de bachillerato). Al llegar al colegio saludé a todos, para luego irme con mi grupo más cercano a nuestro rincón escriturado dentro del patio del colegio. De repente el timbre sonó y todos nos dirigimos a formar en orden de estatura para escuchar las palabras de bienvenida que nos tenían preparados los directivos. El escenario parecía el mismo del año anterior, pero no era así. Algo había cambiado.

Yo era el segundo en la fila de los hombres (siempre seré un hobbit) y la persona que estaba a mi lado era distinta a la que siempre ocupaba ese lugar; incluso esa persona era alguien diferente a todas mis compañeras de grupo, o de nivel.

Nuestra directora de curso nos acompañó a uno de los salones de clases para darnos las directrices de las actividades del día de bienvenida, el horario que íbamos a manejar, y otra serie de instrucciones y comentarios importantes, dentro de los cuales estaba presentarnos a mi nueva vecina en la fila de formación.

Cabello rubio cenizo, rasgos finos y atrevidos, timidez encantadora, ojos café expreso, nariz respingada, falda justo sobre las rodillas y curvas por fuera del promedio. Era imposible dejar de mirarla. Era imposible no hacer de su voz plagada de miedo y ternura lo único que quería escuchar.

Mi corazón empezó a latir, al igual que el de otros 15 o 20 compañeros de mi curso y de otros superiores. No soy el hombre más agraciado (y de pequeño era más feo todavía), así que sabía que si quería acercarme a ella necesitaría sacar provecho de mis puntos fuertes. Conversaba con ella durante la fila, le ayudaba con las cosas que no entendía en las clases, le prestaba mis tareas para que adelantara sus deberes, y aprovechaba cada segundo que me regalaba para hacerle saber que yo era alguien especial que quería acompañarla en su camino, hacerle saber que ella me hacía sentir como nadie más lo había hecho, decirle que moría de ganas por acompañarla hasta su casa cogidos de la mano, y que la musa en quien me inspiraba para redactar las cartas que hacía por encargo era ella.

Con el paso de los días sentí que todo empezaba a funcionar. Habían sonrisas de complicidad entre los dos, en el descanso se recostaba en mi hombro y compartíamos las onces, durante las clases nos lanzábamos un papel que servía de WhatsApp para la época, y de vez en cuando me agarraba de gancho cuando salíamos del colegio.

Sin embargo, mis contrincantes también apretaron el acelerador y dieron rienda suelta a tácticas de conquista de las que yo no disponía: canciones con guitarra en mano en la clase de música (mi voz no es la mejor y lo único que aprendí a tocar fue la flauta), goles dedicados en el torneo de banquitas (soy pésimo para todo lo que implique patear un balón) o grandes osos de peluche olor a fresa (solo me daban dinero para onces dos días a la semana, y con eso únicamente me alcanzaba para una chocolatina mediana), entre muchas otras cosas.

El tiempo se me estaba acabando, así que haciendo frente a mi timidez, tomé una decisión. Durante dos semanas ahorré todo el dinero de las onces, hice por encargo más tareas de redacción comercial de las que había hecho todo el año anterior, y vendí las onces que mi mamá me empacaba para poder comprar algo que fuera perfecto para ella.

La noche anterior terminé la carta más hermosa que había escrito hasta el momento, y la envolví en su sobre respectivo, para luego ponerla dentro de una bolsa de regalo en donde ya habitaba un perro de peluche junto con unos chocolates Ferrero a los que él no tenía acceso.

Fue una noche eterna, pero el gran día llegó. El tiempo parecía no querer avanzar y con esto los nervios se negaban a dejarme tranquilo. El sol brillaba muy fuerte y todo mundo sonreía. Hasta el más insignificante detalle era un buen augurio.

Los minutos pasaron y la hora de salida llegó. Me quedé en mi pupitre moviendo incesantemente los pies mientras mi mejor amigo corría por las escaleras para buscarla y decirle que el profesor de la clase que acabábamos de terminar la necesitaba para algo urgente.

De un momento a otro sentí que ella abrió la puerta y cuando volteé a mirarla, me regaló un saludo que me hizo sonreír, como lograba con cada cosa que hacía. Le pedí que se sentara a mi lado, y luego de pasar saliva un millón de veces, con mi mano temblorosa le entregué el regalo que le había preparado.


Ella lo abrió feliz, sacó un par de chocolates y se comió uno de ellos, abrazó con fuerza al perrito de cara triste, y luego tomó en sus manos la carta en donde había dejado marcada mi vida entera.

A medida que su mirada iba perdiéndose en el papel, su sonrisa fue mutando a una expresión de desconcierto. Llegado el punto final, tomé su mano y le pedí una respuesta a la pregunta que al final de la carta le había hecho. Ella me apretó fuerte, y luego de decirme que no se había imaginado que yo sintiera todo eso por ella, la palabra amigo salió despedida de sus labios y me destrozó en mil pedazos.

Le regalé un abrazo y le dije que no había ningún problema, que podíamos seguir siendo lo que éramos hasta el momento y que todo seguiría siendo igual entre nosotros. Bajamos las escaleras y nos despedimos.

Mientras caminaba a casa sentí que todo a mi alrededor se derrumbaba, que mi vida no tenía sentido, y que estaba condenado a estar solo por la eternidad, lo cual empeoró cuando el sol desapareció espantado por un aguacero portentoso que calló sobre mí. Empapado, abrí la puerta de la casa, corrí a mi cuarto y me tiré sobre la cama a llorar por un buen rato.

Han pasado más de 20 años desde entonces. No les voy a decir que no me dolió, ni que a los dos días ya estaba feliz, porque no fue así. Lo que sí puedo contarles es que tengo muy claro que a los sentimientos no hay que callarlos ni esconderlos, sino darles rienda suelta y dejarlos salir, pues si bien algunos no serán correspondidos, habrá muchos otros que sí tendrán una respuesta positiva. Les habla la voz de la experiencia.




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