Reseña: Bitácora del agonizante – Fernando Soto Aparicio
Cuando estamos en el vientre no sabemos a qué nos vamos a
enfrentar cuando ese al parecer eterno descanso termine. Cuando somos niños,
usualmente tenemos la oportunidad de jugar y disfrutar de las cosas más
pequeñas e insignificantes, esas mismas que con el pasar de los años van
perdiendo sentido pero que con el llegar de una edad más madura entendemos que
son las que realmente valen la pena. Al llegar a la juventud queremos vivir a
100 kilómetros por hora y si es posible imprimirle un turbo a la escena no
dudamos en hacerlo; disfrutamos saltándonos etapas y queriendo crecer a toda
costa, creyéndonos seres supremos capaces de hacer cualquier cosa y sabios a
niveles estratosféricos capaces de solucionar todos los problemas que nuestras
muchas veces irresponsables acciones generan. Años más tardes llegamos a la
adultez, aquella etapa en que nuestro océano se ve poblado de un número
indeterminable de obligaciones y responsabilidad, en donde muchas veces nuestra
vida no es nuestra y en donde en muchas ocasiones quisiéramos tener la
habilidad de devolvernos en el tiempo y pensar mejor antes de tomar las
decisiones que en su momento nos parecieron las mejores. Los años siguen pasando
sean de bueno o mala manera, eso ya cada uno de nosotros lo decide, pero lo que
sí es cierto, y si no recibimos una invitación de la huesuda antes de tiempo,
es que los pañales y la dependencia casi total que nos revestía en nuestro
primero años de vida llegará de nuevo a nuestra realidad; la tercera edad nos
da la bienvenida.
¿Hemos vivido bien?, ¿hicimos todo lo que quisimos?, ¿visite todos los lugares que quise?, ¿me despedí de todos aquellos que lo merecían?, ¿leí todos los libros que quise? Esas son algunas de las miles de preguntas que en este momento pienso que puedo llegar a hacerme cuando me vea frente a un espejo y descubra que las incipientes arrugas que empiezan a nacer son las marcas únicas y distintivas de mi rostro; cuando los dientes que no cepillé durante niño, pero que ahora cuido como a mi propia vida, empiecen a flaquear; cuando la incontinencia sea el pan de cada día y un nuevo día se convierta en un regalo invaluable.
Hay momentos y situaciones que marcan nuestra travesía por
esta carretera de etapas y vivencias, momentos y situaciones que nos imprimen
una sonrisa en el rostro, que nos hinchan el corazón de emoción, que nos
enaltecen más allá del rascacielos más alto, que nos destrozan como porcelana
delicada en su encuentro con el suelo, que nos desvanecen de un solo jalón como
un positivo en un papel.
Fernando Soto Aparicio es uno de los escritores más
importantes de la historia de la literatura colombiana. Su aporte a nuestro
mundo es invaluable y se pasea por la literatura infantil, el ensayo, el
realismo, la violencia, la historia, la poesía, y tantos pero tantos géneros
que más que enumerarlos, se los dejo como tarea para descubrir y disfrutarlos.
Dentro de sus 77 hijos que dijeron “Buenos días mundo” gracias a hojas de
papel, me permito destacar “La rebelión de las ratas”, “Camino que anda”, “Mientras
llueve”, y mi favorita, “Proceso a un ángel”.
No importan las circunstancias en que todo se dio, sino más bien el acto en sí: Fernando Soto Aparicio fue diagnosticado con una de esas enfermedades que ya no son extraordinarias, que carcomen día tras día la vida de más personas, que se llevan miles de sueños y de ilusiones, o que terminan siendo un empujón de vida y el despertar de cosas maravillosas.
Con el cansancio a cuestas y el organismo desgastado,
Fernando decide sentado en su mecedora predilecta frente a la ventana de su
casa, despedirse de aquello que le dio tanto, de aquello que se hizo su vida y
la vida de quienes lo leímos, lo conocimos con su prosa y lo disfrutamos con su
obra. En noviembre del 2015 Fernando Soto Aparicio deja al mundo su último
hijo, su último compañero de batalla, su último mensaje para el mundo, el fruto
de su carrera y de su viaje por este mundo, la voz de sus mujeres y el miedo de
su alma, la majestuosidad de sus vivencias y la podredumbre de su odio, la ira
de sus sentimientos y la resignación de su actos, el amor más puro hacia sus
letras y la devoción infinita hacia sus soportes.
“Bitácoras del agonizante” de Panamericana Editorial es un
punto final doloroso, hiriente, sentido, melancólico y bello a más no poder; este es un
conjunto de salmos preciosos, de letras magistralmente conectadas, de
pensamientos soberbiamente traídos al papel, de lágrimas delicadas, de pesares hechos tinta y de
sueños con ganas de alas para volar.
Hoy me despido de un genio de las letras al que pienso
recordar y leer hasta que la fuerza me acompañe o hasta que el destino me lo
permita. Hoy me despido de un señor escritor que con sus letras nos contó mil
historias y unas cuantas más, que con su espléndida pluma tatuó una huella
imborrable en el mundo. Hoy hago una venia merecida y me pongo de pie para
aplaudir sin descanso un punto final dechado.
¡Gracias maestro Soto Aparicio!
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